sábado, 9 de febrero de 2008

Un cuento finalista de los premios "Copé 2006"

LA CAVERNA

Por: Jorge Emilio Harten Rodríguez-Larraín



Durante años pasamos tardes enteras frente a pantallas luminosas con juegos de ruleta o de póquer, sordos a los timbres y a las cascadas de monedas en las máquinas de algún que otro jugador afortunado, ebrios de luces de neón que velaban las tardes que crecían ajenas a nosotros, del otro lado de la puerta de acero que abrían y cerraban dos gorilas en uniforme. Durante años no hicimos otra cosa que jugarnos hasta el último centavo que llevábamos en el fondo de los bolsillos, como si supiéramos desde el vamos que tarde o temprano regresaríamos a casa a pie, acaso esperando un golpe de buena suerte, o robarle una mirada a Giselle, entre pícara y soñadora, la jugada maestra que determinaba que toda una jornadas ahí valiera la pena. Giselle movía generosamente el culo convidando a una fiesta de bebidas de todos los colores, Bastaba para que la llamáramos por su nombre o un simple gesto para que desviase su ruta por atendernos.

— Qué se les ofrece chicos. Y Javier: una noche contigo mamacita. Y Manolo:

— Tres Coca-Colas con hielo. Y yo: si fuera más joven, si me viera como antes…

Aquel lugar no distinguía precisamente por su buena atención. A años luz de los casinos con clase, las azafatas y los crupieres ni una mirada si no teníamos a bien empachar las tragamonedas ni levantábamos torres de fichas sobre los paños verdes de las mesas. De pasar por ello esa forma de ninguneo, contábamos con perder la paciencia esperando por una orden retrasada de cafés, beber gaseosa sin gas o gaseosa mezclada con agua, y si ocurría que con la suerte de lado se hacía cola frente a caja con un puñado de fichas por cobrar, la cajera fruncía el ceño, los labios, y se desprendía de los billetes de a dólar como si uno fuera un mendigo con la mano mugrosa extendida. Como una excepción que se permitía con nosotros, Giselle premiaba fidelidad con blindados de jamón y queso (Manolo prefería las hilachas de pollo), Coca-Colas chispeantes, sin una gota de agua, a no ser por los cubos de hielo disolviéndose en la superficie de las bebidas. No contenta con ello, nos entregaba cupones para los sorteos en cantidades que excedían en proporción a nuestras modestas inversiones en el juego. Tras llenar los espacios en blanco con los datos de cada quien, depositábamos en el ánfora de acrílico transparente haciendo eco de la voz apurando a participar en el sorteo de turno. Y el anfitrión de la tarde, un payaso que no hacía reír a nadie, luego de manotear los cupones y dar vueltas al ánfora, corría una portezuela y extraía papelitos con sus respectivos nombres. Nunca Javier. Nunca Manolo. Nunca yo.

Una tarde de cielo blanco, tras sortear a los gorilas de la puerta e ingresar en el casino, estuvimos tropezando a cada paso con afiches que prometían el paraíso. Un horizonte de mar turquesa, arena blanca, palmeras y hoteles cinco estrellas. El establecimiento hacía alarde de regalar, cada semana, dos boletos de avión a Bahamas y cuatro días y sus noches en el hotel Paradise Island. No hubo tarde que estuviéramos ausentes a la hora del sorteo de dicho premio, ni tarde que Giselle no inquietara nuestras manos con cupones en blanco cuya estampa de arena blanca, mar cristalino y palmeras, tremendas palmeras, no conocía otros límites que los de nuestra imaginación. Y Javier:

— Si me saco estos pasajes, te llevo conmigo. Y Giselle:

— ¡Ja,ja,ja! Y Manolo:

—Podría ser tu hija, Javier. Y yo:

— Déjalo, Manolo, déjalo.

Ninguno de los tres conocía Bahamas. Ninguno había puesto n pie en ningún lugar que se pareciera en algo a una isla tropical. Y Bahamas era Bahamas y no era Bahamas. Cegados por el brillo de las luces multicolores nadie parecía notarlo, y en el local no cabía un alma a la hora de los sorteos semanales. Gente que, pese a la falta de dinero que apostar delatada en las caras, esperaba con boleto en mano que los llamaran por su nombre. Nunca Javier. Nunca Manolo. Nunca yo. Giselle se encogía de hombros a la distancia, como diciendo no importa chicos, la próxima vez será. Y al rato, Manolo anotaba el nuevo eslabón en la cadena de números que iba estirando la ruleta, mientras Javier me confiaba sus planes para cuando pisara la isla caribeña con Giselle a su lado. Estaba previsto que compartieran una habitación en el Paradise Island, y aun cuando él reconocía en ello una circunstancia favorable motivada por la propia dotación del premio, no querría jugar sus cartas sino hasta que se le pintara la ocasión propicia. Dejaría que las cosas sigan su curso natural y, de un momento a otro, cuando menos se lo esperara, en la comunión de una buena botella de tinto, la música de la mar de fondo y el sensual baile de las palmeras afuera, Giselle y él harían el amor hasta que el sol los descubra y bañe sus cuerpos brillantes de sudor.

Y Manolo:

— Podría ser tu hija, Javier. Y yo:

— Déjalo, Manolo, déjalo. Y la ruleta:

— Negro el trece, hagan sus apuestas.

Era costumbre juntarnos en casa de Javier antes de ir al Casino. Recuerdo aquel jueves, con Manolo al encuentro de Javier, que un carro reventó un charco de agua en contra de nosotros y al llegar a su casa pedimos un baño a la gorda que hacía la limpieza. Ahorrándose las palabras para negarnos el baño, la gorda se limitó a responder que su patrón no estaba. Pensamos que se nos había adelantado al casino y ya nos esperaba en la ruleta. No fue así.

Al día siguiente, la gorda dijo a regañadientes que Javier había sido internado de emergencia en el Hospital del Empleado y que ahora debía de estar pasando por una operación. Luego sabríamos que ese jueves de lluvia, por la mañana, un resbalón al dejar la ducha le había costado una fractura de cadera. Fuimos inmediatamente para el Hospital. En recepción nos indicaron cómo llegar a la sala de operaciones y la identidad del doctor a cargo de la intervención quirúrgica, un tal Rendón. El ascensor nos dejó en el tercer piso y en los pasillos preguntamos a una, dos, tres enfermeras por el susodicho. Una de ellas habló de un señor alto, con anteojos, joven, unos cuarenta años, el pelo negro y la nariz afilada. Otra nos señaló una puerta batiente blanca sobre la cual se leía: “Sala de Operaciones”. Pasaban los minutos y nada. Ni bien empujó la dichosa puerta un sujeto con batín blanco que cuadraba con la descripción física que hizo la enfermera. Manolo y yo lo abordamos.

— ¿Ustedes son familiares?

— Más que eso — contesté —, somos sus amigos: los hijos viven fuera.

Luego el doctor dijo rápidamente cosas como: riesgo quirúrgico, arterias desgastadas, hemorragia interna, operaciones, transfusión, baja hemoglobina. De modo que luego de armar el rompecabezas teníamos a la vista un paisaje gris. Javier soportaba una segunda e imprevista operación. En efecto, tras haberle colocado la cadera en su sitio, tuvieron que abrirlo nuevamente ante indicios de hemorragia interna, y ahora los médicos luchaban en el quirófano por detectar y obstruir la fuga de sangre. Javier, pues, se jugaba la vida.

Cuando yo no aguantaba más en la sala de espera, me ponía de pie y caminaba por el pasillo, ida y vuelta (como solía apartarme al apostar fuerte en la ruleta hasta que botara un maldito número), pero procurando no perder de vista la puerta blanca. Por su parte, Manolo bajaba a fumar a la calle y volvía siempre con cierta inquietud en la mirada que yo nunca logré borrar. Permanecimos los dos hasta verlo pasar en camilla de ruedas a Cuidados Intensivos, aún dormido por el efecto de la anestesia en su cuerpo. Rendón nos explicó que sus signos viables eran estables y, si respondía del todo bien su organismo, el día de mañana pasaría a la habitación.

Desde entonces, Manolo me recogía cada mañana en un taxi que enseguida nos llevaba al Hospital. En la sala de espera, aguardando mezquinas noticias sobre la evolución de Javier, me distraía con alguna revista o resolviendo crucigramas sobre la mesa de centro. Manolo prefería despejarse entre los cigarros en la calle y rondas a lo largo de los sombríos pasillos.

Pronto supimos que Javier pasaría más tiempo del previsto en Cuidados Intensivos; su recuperación era lenta, el doctor Rendón y otros colegas temían secuelas de las operaciones. No obstante, nos permitían verlo, por separado. Adentro debía cubrir mi ropa con un batín blanco y pasar por un lavatorio empotrado en una pared, en el cual había que frotarse las manos con jabón líquido que se bombeaba por medio de un pedal. Como era de esperarse, encontré a Javier bastante pálido; había perdido peso, y hablaba con un hilo de voz, pese a mi insistencia de que guardara silencio pues recuperaba energías. Finalmente calló, menos dispuesto a seguir la prescripción médica que rendido ante la imposibilidad de comunicarse conmigo. Buscó mi mano en la orilla de la cama. Yo lo tomé de la suya, tan fría, tan débil. Me costó contenerme verlo postrado así, entre aparatos extraños, cables que le llovían sobre el pecho y los hombros, balones de oxígeno y tubos penetrándolo por las fosas nasales, botellas de suero insertadas en los brazos, batines blancos y batines verdes desfilando por la sala. Recuerdo que, inclinado sobre su cuerpo, mi oreja contra su boca, finalmente pude escucharlo en parte al cabo de su tercer día en Cuidados Intensivos.

— A veces creo… el casino, no puedo dormir.

Y es que los tubos fluorescentes del techo permanecían encendidos toda la noche, era continuo el tráfico de doctores, de enfermeras, y entre biombos no faltaban los pacientes — la mayoría viejos como él — que se quejaban de dolor. La suma de todos esos factores, pensé, le había alterado el sueño.

A su vez, Manolo me comentó haber cazado al vuelo algo sobre un avión y los números once y veintiséis, probablemente rezagos de la duermevela en que se debatió Javier en sus primeras horas en Cuidados Intensivos. También le había preguntado por Giselle. Lo cierto es que no habíamos vuelto por el casino desde que lo operaron Por el gesto de reproche que, según Manolo, hizo Javier cuando se lo dijo, supimos que él quería seguir jugando, como si nada.

Días después volvimos, manolo y yo, tras dejar el Hospital por la tarde. Nada tenía por qué cambiar, pensé; no le faltaba razón a Javier. Para confirmarlo ahí estaban los gorilas uniformados de saco y corbata, el hipnotismo de las luces multicolores, cientos de máquinas vomitando monedas, hombres con o sin dinero, con o sin buena atención, la tormenta de arena blanca, el turquesa inundando el lugar, palmeras, tantas de ellas sacudiéndose al viento, Bahamas que era Bahamas y no era Bahamas, y las ruletas.

— Cero.

— No va más.

Cambiamos algo de dinero y nos ubicamos en una mesa donde un par de taburetes quedaron libres. Se nos acercó una muchacha que no era Giselle, aunque guapa como ella, el escote profundo, el pelo castaño salpicado de mechones rubios rozaba sus hombros huesudos. Manolo tomó de la surtida bandeja una Coca-Cola y dos cigarrillos. Yo pedí un café. Empuñando el manubrio, Manolo dirigió el cursor a la primera serie del tablero, recorrió del uno al doce presionando el botón de las apuestas hasta que la pantalla marcara cien puntos (Manolo siempre hacía apuestas redondas). La ruleta empezó a girar y ganaba velocidad cada vuelta, la bolita blanca saltaba caprichosamente de casillero en casillero hasta que se depositó en el siete. Bien, carajo, masculló Manolo, viendo cómo su haber se triplicaba en cuestión de segundos. Me dolió en el alma no haberle seguido la mano. Otra vez a mi lado, la muchacha me entregó la taza de café.

— ¿Y esto? — pregunté, tomándola del brazo con calculada.

— Ahorita no puedo hablar — se disculpó.

Solté el brazo y desplegué la hoja de papel. Era un mensaje escrito con puño y letra: “Chicos, por ahora ya no me verán por ahí, parece que el gerente se enteró de lo nuestro y no le gustó nadita, ¡ja,ja,ja! Si algún día se ganan ese viaje no dejen de contarme, les dejo mi teléfono: 98377399. Mucha suerte y besos. Giselle.”

Manolo y yo decidimos no mostrarle a Javier esa breve carta de despedida ni decirle nada al respecto, sobre todo al constatar personalmente que había sufrido una recaída, respiraba con mayor dificultad y su voz llegaba como un rumor de olas entre los pliegues de una caracola.

— Te ves bien, Javier — le dije.

Él negó con la cabeza.

Eugenia, la enfermera bajita que lo atendía por las mañanas, dispuso un ejercicio para sus pulmones que precisaba de un tubo conectado a un envase de plástico transparente que contenía una bolita blanca. Si él lograba elevar la bolita cinco o seis veces, era una buena señal. Solo lo consiguió al primer intento, a pesar del aliento de Eugenia.

— Parece que nunca tenemos suerte con la bolita blanca — le dije.

Javier sonrió; era la segunda vez reía conmigo desde su llegada al hospital. Como además se gastaba con esfuerzos inútiles por hablar, la enfermera fue por una tablilla, papel y lápiz, gracias a los cuales pudo expresarse, aunque pausadamente. No pude comprenderlo entonces. La caligrafía era, en el mejor de los casos, ilegible. Pero antes de que Eugenia regresara al borde de la cama con los útiles de escritorio, Javier hizo otro esfuerzo aprovechando nuestra repentina intimidad para hablarme:

— ¿Has venido en auto?

— Le dije que sí. Manolo y yo habíamos llegado al Hospital en taxi, como siempre.

— Entonces sácame de aquí — dijo —. No puedo dormir.

Por la tarde, Manolo y yo volvimos al Hospital decididos a hablar con Rendón. A raíz de haberle comentado aquel breve diálogo que tuve con Javier, manolo juzgó que nuestro amigo debía pasar a su habitación asistido por una enfermera permanente; Eugenia, por ejemplo. Sabíamos por su secretaria que Rendón tenía programada una operación a las cuatro, y que luego asistiría a un congreso de su especialidad. Pero no lo encontramos en el consultorio ni en las cercanías de la sala de operaciones. Lo dejamos para después.

Esa noche, saliendo del Hospital, pasamos por el Tip Top de Lince. Había poca gente en el local y nos atendieron rápido, cosa que alegró especialmente a Manolo, que debía estar de regreso antes de las diez. Más tarde, ya en casa, al vaciar los bolsillos del pantalón me topé con el mensaje de Javier. Manolo tampoco había conseguido descifrarlo mientras esperábamos nuestra orden de hamburguesas en la barra. Sentado frente al aparador que hace las veces de escritorio, encendí la lámpara y los anteojos se deslizaron cuesta arriba por mi nariz. No exageraba Manolo: aquello era como enfrentarse a un jeroglífico. Sin embargo, de pronto las palabras fueron cobrando sentido en el papel, cada vez más nítidas a mis ojos. Ya estaba claro. Javier me había dicho, me decía:

— Casi muero sin haber ido a Bahamas.

Aún guardo ese papel conmigo, así como algunas prendas u objetos que te pertenecieron, la bufanda de lana gris que olvidaste en mi casa, la medalla de plata con una fecha en el reverso y el reloj de pulsera que llevabas puesto al ingresar en el Hospital. Está claro que las cosas tienen un valor intrínseco, más allá de lo material. Aquel manuscrito, como me gusta llamarlo, en manos extrañas significaría poco o nada. A pedazos o estrujado, iría a para a un tacho para seguir el itinerario de la basura. En mis manos es testimonio fiel de tus deseos de vivir que finalmente no fueron atendidos, si es que alguien atiende esa clase de reclamos. El día de tu muerte, Javier, Manolo y yo lo pasamos a lo grande en el casino. Hubieras visto, la ruleta perdió la cabeza y el treinta y cinco salió cuatro veces consecutivas y las cuatro le jugamos. Manolo y yo. Hicimos tanta plata que pudimos haber vuelto a casa en limusina, pero preferimos hacerlo a pie, como siempre que el casino nos dejaba con los bolsillos vacíos. Qué noche fría, Javier; el aliento se nos iba como puñados de ceniza esparcidos al viento. No teníamos prisa, ignoramos las veredas y caminamos por el medio de las calles, desafiando los pocos carros que circulaban a esa hora, rechazamos taxis, cantamos como locos, una vez más contamos los fajos de billetes…. Noté que en poco tiempo iba a amanecer y de pronto yo estaba otra vez en el Hospital, la tarde en que tus ojos buscaron algo de luz natural y me dijiste qué hora es, y yo consulté el reloj y luego la ventana, el cielo tiñéndose de púrpura y toda esa gente que caminaba por la calle, con una especie de urgencia según sus sombras iban creciendo a cada paso. Pero no fue sino esa madrugada, Javier, que me asaltó la idea de que el tiempo siempre fue extraño a nosotros, como si tuviera una medida distinta de la que observa el resto de los mortales.

En fin, ahora que lo pienso, con el dinero que gané esa noche tal vez pueda comprar unos pasajes para Bahamas, pagar una habitación en el Paradise Island, sí; entonces cogeré el teléfono, por ti, por mí, por nosotros, y preguntaré por ella, por Giselle. Debo de tener esa carta por alguna parte.