lunes, 28 de abril de 2008

La cometa


LA COMETA

Por: Guillermo Niño de Guzmán

La oscuridad no lo protegería. Entraría en una noche de interminables redes, de ojos cambiantes. No estaba segura de si debía hacerlo, de si se atrevería.

JAMES SALTER.

Santiago aguzó la vista, pero el brillo de las manecillas y los números fosforescentes del reloj era demasiado tenue para sus ojos miopes. Tuvo que cogerlo y llevarlo hasta un palmo de su rostro para comprobar que eran más de las tres de la madrugada. Hacia por lo menos una hora que estaba despierto en la oscuridad y sus oídos podían identificar los sonidos que rompían el silencio de la noche. El ritmo de la respiración de su mujer, que dormía a su lado, se mantenía sosegado y uniforme. Por la ventana abierta entraba una ligera brisa que hinchaba la cortina de tul, y cuando un vehículo doblaba la esquina, las luces de los faros barrían las paredes y el techo de la habitación. Esto duraba apenas unos segundos. Luego se oía el ronroneo del motor que se hacía más fuerte al pasar delante de la casa y el cambio de marcha que efectuaba el conductor antes de acelerar y desaparecer al final de la calle.

Lejos de allí, un perro lanzó un par de aullidos lastimeros. Al cabo de un rato, Santiago escuchó el canto persistente de un grillo emboscado en los arbustos que crecían debajo de la ventana. Hacía bastante calor y tenía un cinturón de sudor alrededor del cuello. Entonces se apoyó en las manos y, sin hacer movimientos bruscos, se alzó hasta dar con sus anteojos. Su mujer continuaba sumergida en un sueño profundo y él reparó en la línea húmeda que cubría la parte superior de la boca.

Se apartó de la cama con cuidado, se calzó las pantuflas y avanzó despacio, para no tropezar con los muebles. Salió al pasillo y, al pasar delante del cuarto de Roberto, que dormía con la puerta abierta, se detuvo un instante y escuchó. Su hijo emitía unos ronquidos sordos y prolongados. Luego siguió hasta desembocar en la escalera y descendió con cuidado, aferrándose al pasamanos. No quería encender las luces. Se sentía más cómodo envuelto por la penumbra.

En la cocina abrió la refrigeradora y la luz interior lo deslumbró brevemente. Sacó una lata de ginger ale y la hizo rodar por su frente sudorosa antes e abrirla. Bebió un largo sorbo y buscó los cigarrillos que solía dejar junto al teléfono. No tenía ni una pizca de sueño. Iba a encender uno cuando lo invadió una sensación extraña. Algo comenzó a agitarse bajo su pecho, golpeando y atropellando como si quisiera abrirse camino a través de la piel. Presa de un creciente desasosiego, salió al patio trasero y subió precipitadamente la escalera de caracol que conducía a la azotea.

Arriba, mientras recuperaba el aliento, contempló el cielo hondo y despejado que parecía descubrirse ante él y ofrecerle sus brazos oscuros tatuados de pequeñas estrellas. Después, la excitación fue disminuyendo y Santiago sintió que una calma desconocida se apoderaba de su cuerpo. Con paso vacilante, se acercó al muro bajo que bordeaba la parte azotea y se sentó, dejando que las piernas colgaran hacia fuera. Aún tenía la lata de refresco en la mano, pero había perdido los cigarrillos.

Miró a su alrededor y vio los techos de las casa vecinas y los altos edificios que se erguían en la avenida cercana y las luces rojas que parpadeaban en el extremo de las antenas. Santiago se percató de que los ruidos nocturnos habían cesado. Algo, sin embargo, se movía. Eran los faroles de la calle. El viento mecía suavemente el follaje y creaba la ilusión de vagas formas que se desplazaban silenciosas a lo largo de la vereda.

Lo que más le llamaba la atención era el silencio. Ni un grito solitario, ni una sirena lejana hendían la noche. Era como si el mundo se hubiera detenido. En medio de la quietud, Santiago percibió cierta vibración en la atmósfera. El aire cálido empezó a retroceder ante el empuje de la brisa que soplaba desde la playa, ascendía la pared del acantilado y llegaba hasta la azotea. Era una suave corriente que iba y venía con una cadencia similar a la del mar. Santiago entrecerró los ojos y se dejó arrastrar por una sensación de la levedad. A lo lejos reverberó un sonido grave, e frecuencia regular, como un contrabajo que tocara la misma nota una y otra vez.

Santiago mantuvo los párpados cerrados y se imaginó que era el latido de la tierra. Aspiró con fuerza y el olor del mar y de la noche se agolpó en sus fosas nasales e inundó sus pulmones. Un breve estremecimiento recorrió su columna vertebral y dejó escapar la lata de ginger ale. Abrió los ojos y la vio precipitarse a la calle, en una caída que parecía eterna, como una escena en cámara lenta. Siguió la trayectoria, el rebote en el antepecho de la ventana y las vueltas que daba antes de estrellarse contra la acera. Lo raro fue que no se oyó el menor ruido. La lata brincó como un globo, muy lentamente, dos o tres veces, hasta que rodó debajo de un automóvil estacionado junto a la casa.

Vagamente extasiado, Santiago sintió que se relajaba y se tornaba liviano, como si se hubiera despojado de una enorme carga. Unos instantes después miró hacia abajo y descubrió que se había elevado unos treinta centímetros por encima del muro. Pensó que se trataba de un espejismo y estiró la mano derecha y la pasó por debajo de su muslo para corroborar que era un efecto óptico. Sin embargo, se encontró con el vacío.

¿Qué estaba sucediendo? Probó ahora con ambas manos y las deslizó bajo sus piernas y constató que se había despegado de donde se hallaba sentado. Era increíble, pero no había duda posible: se encontraba suspendido en el aire. ¿Acaso se había vuelto ingrávido como un cosmonauta en el espacio? Trató de incorporarse y, en lugar de posarse en el muro, fue impulsado un metro hacia arriba. ¡Flotaba! Luego se animó a mover el pie y su cuerpo se desplazó sin dificultad hacia delante. Dio otro paso y se alejó un poco más de la azotea. Lo curioso era que no sentía miedo al vacío sino simple desconcierto. Un par de pasos más en el aire y de pronto estuvo en la mitad de la calle. No es tan difícil, pensó. Giró la cabeza hacia la derecha y su cuerpo repitió el movimiento como si hubiera accionado un comando. Hizo otros tanteos y advirtió que si elevaba las manos salía proyectado hacia arriba y en caso contrario descendía.

No le costó mucho descubrir que podía flotar con más comodidad si se colocaba en posición horizontal. Y comprendió que la velocidad se hallaba en función de la mayor o menor energía con que movía su cabeza y extremidades. Continuó ejercitándose hasta que decidió que estaba listo para ejecutar un pequeño vuelo. Nada muy arriesgado. Se limitaría a planear alrededor de la casa.

Emprendió un lento vuelo de reconocimiento a ras de la azotea, como el aprendiz e natación que no se separa del borde de la piscina, y dio una vuelta sin ningún contratiempo. Entonces se le ocurrió descender por la fachada, a la altura de la segunda planta, y se aproximó a las ventanas del cuarto de Roberto, que dormía boca arriba y seguía roncando. ¿Por qué no entrar?, pensó. La casa era una de esas edificaciones antiguas, de techos altos y habitaciones amplias. No era difícil maniobrar dentro de ella. Se dirigió con sigilo por la ventana abierta, agitando las manos y los brazos con movimientos similares a los de un buzo. Primero planeó alrededor de la cama y luego bajó hasta medio metro del suelo y llegó a la cabecera. No pudo reprimir las ganas de hacerle una caricia al durmiente y le rozó los cabellos. Roberto se hallaba en la adolescencia y sus relaciones con él no eran las mejores. El muchacho había sido testigo de algunos de sus excesos, lo que había estrechado la complicidad con su madre. Santiago abandonó la habitación y enfiló por el pasillo, donde casi tropezó con una lámpara sin encender que pendía del techo. Quería dar una vuelta por el cuarto de su mujer. ¿Qué sucedería si se despertaba? ¿Pegaría un alarido? ¿O intentaría derribarlo de un manotazo como si fuera un moscardón nocturno? Santiago sonrió. Sabía que su mujer pensaba que era un poco raro, aunque no tanto como creía la gente. Pero, si lo descubría en pleno vuelo, tal vez saliera corriendo despavorida a la calle.

Descendió hasta quedar suspendido sobre ella, tan cerca que sentía su exhalación. Si la despertaba, pensó de repente, podría darse cuenta de que no era un hombre cualquiera. ¿Le convenía hacerlo? Con toda seguridad, se asustaría y no entendería nada. Además, lo asaltaba una duda. ¿Le estaría permitido compartir su don con los demás? ¿O cesaría el encanto y se estrellaría contra contra el suelo? No obstante, ¿de qué servía poder volar si nadie iba a apreciarlo? Era frustrante.

Santiago llegó a la conclusión de que necesitaba una prueba, algo que pudiera dar fe de su vuelo. Se acordó de que hacía unos días el viento había arrojado la cometa de Roberto contra los cables del alumbrado, donde había quedado atrapada. Era una cometa hermosa y su hijo había lamentado mucho su pérdida. Él mismo la había diseñado y armarla había resultado un trabajo bastante laborioso. Santiago había visto, desde la ventana de su estudio, los vanos intentos que el muchacho y sus amigos habían hecho para recuperarla.

Sí, era una buena idea. Roberto se alegraría al saber que su padre también podía alejarse un rato de sus papeles y dejar de fastidiar con sus preocupaciones sobre el bloqueo de su imaginación para acometer con éxito algo tan práctico y corriente como rescatar una cometa atascada. Santiago se impulsó fuera de la habitación y se elevó hacia el tendido eléctrico y sobrevoló en torno a la cometa, estudiando cómo liberarla. Tal como había sospechado, los sucesivos golpes de viento habían enredado aún más la cola. Sabía que mientras no hiciera contacto con la tierra no correría mayor riesgo., pero tenía que ser cuidadoso. Resolvió tomarse un respiro antes de proceder, de modo que voló de vuelta a la azotea y dejó que sus pies se posaran sobre el muro.

Santiago se sentía pleno, dueño de una íntima certidumbre que siempre le había sido ajena. Desde arriba, todo parecía distinto. Los mil ojos de la noche, menudos y brillantes como salamandras, hervían alrededor de él. Contempló el cielo casto y limpio y por primera vez creyó entender el mundo, esa vida que se agazapaba bajo la oscuridad, todos esos gritos sofocados, todas esas miradas crispadas, todos esos deseos que acuciaban a los hombres. Él velaba el suelo de la ciudad y la noche se abría como un altar y le tendía una mano gigantesca para recogerlo y hacerlo surcar los aires.

Un reflejo instintivo hizo que se volviera y entrevió una figura camuflada por la penumbra, a pocos metros del muro. Se ajustó los anteojos y reconoció a su mujer. Vestía una bata blanca y lo escrutaba con una expresión rara. Santiago sintió un zumbido en el oído y pensó que era una suerte de alarma. Sí, todo podía arruinarse. Alzó una mano, indicándole que retrocediera.

— La cometa — dijo.

— ¿Qué dices?

— Vete — murmuró él, elevando ahora la otra mano.

— ¿Qué haces ahí parado, Santi? — preguntó ella, con mucha suavidad.

— Vete, vete — repitió él, aunque sus palabras le sonaron débiles, lejanas.

Una garra le estrujó el estómago y la boca se torció en una mueca de dolor.

— ¿Qué pasa? ¿Te sientes mal? — dijo ella, dando un paso adelante.

Santiago quiso decir algo, pero no consiguió despegar sus labios. Sus ojos se humedecieron sin que pudiera controlarlo. Sentía una fuerte presión en la nuca, un lastre que doblegaba su cuello y sus hombros y oprimía su espalda. Su cuerpo volvía a ser lento y pesado, y se le hacía difícil respirar. Empezó a distinguir los ruidos de la calle, y cuando el súbito rugido de las turbinas de un jet atravesó la noche, cerró los ojos y se tapó los oídos. Al hacerlo onduló hacia atrás y tambaleó peligrosamente sobre el pretil.

— ¡Santiago! — gritó su mujer, pero él ya había recuperado su equilibrio.

— ¿Qué pasa, mamá? — oyó la voz de Roberto.

Santiago miró a su hijo. Tenía el pelo alborotado y solo llevaba la parte inferior del pijama.

— ¿Qué está haciendo papá? ¿Otra vez está borracho?

— Cállate, Roberto — dijo ella con firmeza, aunque sin alzar la voz—. Y no te muevas — agregó.

Luego se dirigió a su esposo y le habló con un tono suplicante:

— ¿Por qué no bajas? Está empezando a refrescar…

Santiago apretó los dientes con fuerza. Una lágrima se escurría por su mejilla derecha. Todo estaba perdido.

— Baja, por favor — insistió ella, con una voz a punto de quebrarse —. Hazlo por mí. Baja de ahí y vamos a acostarnos.

Él negó con la cabeza varias veces, sin decir nada. Después hundió el mentón en el pecho.

Ella estiró una mano y comenzó a avanzar hacia él, muy lentamente, como si anduviese con los pies desnudos sobre un suelo regado de vidrios rotos.

Santiago permanecía inmóvil, mirando hacia abajo, con los brazos caídos. Al llegar hacia él y agarrarle la mano, ella tuvo la sensación de que apresaba un pez inerte y helado. Luego giró hacia su hijo y le dijo:

— ¿Puedes acercarte ahora, Roberto?

El muchacho asintió. Estaba un poco alelado, como si aún no acabara de emerger del sueño. Tomó a su padre de la mano y, entre ambos, lo hicieron bajar del muro. Santiago no opuso resistencia.

— La cometa — murmuró entre dientes.

— ¿Qué dice? — le preguntó Roberto a su madre, quien se limitó a sacudir la cabeza.

— La cometa — repitió el hombre, mientras su hijo lo sujetaba de la cintura y hacía que tendiera el brazo alrededor de su cuello.

En ese momento, Roberto recordó las innumerables veces que había tenido que salir de la cama en mitad de la noche. Su padre solía quedarse dormido en el sillón del estudio, con la cabeza inclinada frente a la pantalla en blanco de la computadora y el vaso aún en la mano. Entonces, entre sueños, el muchacho ayudaba a su madre a levantarlo y juntos lo llevaban a rastras hasta su habitación.