lunes, 28 de abril de 2008

La cometa


LA COMETA

Por: Guillermo Niño de Guzmán

La oscuridad no lo protegería. Entraría en una noche de interminables redes, de ojos cambiantes. No estaba segura de si debía hacerlo, de si se atrevería.

JAMES SALTER.

Santiago aguzó la vista, pero el brillo de las manecillas y los números fosforescentes del reloj era demasiado tenue para sus ojos miopes. Tuvo que cogerlo y llevarlo hasta un palmo de su rostro para comprobar que eran más de las tres de la madrugada. Hacia por lo menos una hora que estaba despierto en la oscuridad y sus oídos podían identificar los sonidos que rompían el silencio de la noche. El ritmo de la respiración de su mujer, que dormía a su lado, se mantenía sosegado y uniforme. Por la ventana abierta entraba una ligera brisa que hinchaba la cortina de tul, y cuando un vehículo doblaba la esquina, las luces de los faros barrían las paredes y el techo de la habitación. Esto duraba apenas unos segundos. Luego se oía el ronroneo del motor que se hacía más fuerte al pasar delante de la casa y el cambio de marcha que efectuaba el conductor antes de acelerar y desaparecer al final de la calle.

Lejos de allí, un perro lanzó un par de aullidos lastimeros. Al cabo de un rato, Santiago escuchó el canto persistente de un grillo emboscado en los arbustos que crecían debajo de la ventana. Hacía bastante calor y tenía un cinturón de sudor alrededor del cuello. Entonces se apoyó en las manos y, sin hacer movimientos bruscos, se alzó hasta dar con sus anteojos. Su mujer continuaba sumergida en un sueño profundo y él reparó en la línea húmeda que cubría la parte superior de la boca.

Se apartó de la cama con cuidado, se calzó las pantuflas y avanzó despacio, para no tropezar con los muebles. Salió al pasillo y, al pasar delante del cuarto de Roberto, que dormía con la puerta abierta, se detuvo un instante y escuchó. Su hijo emitía unos ronquidos sordos y prolongados. Luego siguió hasta desembocar en la escalera y descendió con cuidado, aferrándose al pasamanos. No quería encender las luces. Se sentía más cómodo envuelto por la penumbra.

En la cocina abrió la refrigeradora y la luz interior lo deslumbró brevemente. Sacó una lata de ginger ale y la hizo rodar por su frente sudorosa antes e abrirla. Bebió un largo sorbo y buscó los cigarrillos que solía dejar junto al teléfono. No tenía ni una pizca de sueño. Iba a encender uno cuando lo invadió una sensación extraña. Algo comenzó a agitarse bajo su pecho, golpeando y atropellando como si quisiera abrirse camino a través de la piel. Presa de un creciente desasosiego, salió al patio trasero y subió precipitadamente la escalera de caracol que conducía a la azotea.

Arriba, mientras recuperaba el aliento, contempló el cielo hondo y despejado que parecía descubrirse ante él y ofrecerle sus brazos oscuros tatuados de pequeñas estrellas. Después, la excitación fue disminuyendo y Santiago sintió que una calma desconocida se apoderaba de su cuerpo. Con paso vacilante, se acercó al muro bajo que bordeaba la parte azotea y se sentó, dejando que las piernas colgaran hacia fuera. Aún tenía la lata de refresco en la mano, pero había perdido los cigarrillos.

Miró a su alrededor y vio los techos de las casa vecinas y los altos edificios que se erguían en la avenida cercana y las luces rojas que parpadeaban en el extremo de las antenas. Santiago se percató de que los ruidos nocturnos habían cesado. Algo, sin embargo, se movía. Eran los faroles de la calle. El viento mecía suavemente el follaje y creaba la ilusión de vagas formas que se desplazaban silenciosas a lo largo de la vereda.

Lo que más le llamaba la atención era el silencio. Ni un grito solitario, ni una sirena lejana hendían la noche. Era como si el mundo se hubiera detenido. En medio de la quietud, Santiago percibió cierta vibración en la atmósfera. El aire cálido empezó a retroceder ante el empuje de la brisa que soplaba desde la playa, ascendía la pared del acantilado y llegaba hasta la azotea. Era una suave corriente que iba y venía con una cadencia similar a la del mar. Santiago entrecerró los ojos y se dejó arrastrar por una sensación de la levedad. A lo lejos reverberó un sonido grave, e frecuencia regular, como un contrabajo que tocara la misma nota una y otra vez.

Santiago mantuvo los párpados cerrados y se imaginó que era el latido de la tierra. Aspiró con fuerza y el olor del mar y de la noche se agolpó en sus fosas nasales e inundó sus pulmones. Un breve estremecimiento recorrió su columna vertebral y dejó escapar la lata de ginger ale. Abrió los ojos y la vio precipitarse a la calle, en una caída que parecía eterna, como una escena en cámara lenta. Siguió la trayectoria, el rebote en el antepecho de la ventana y las vueltas que daba antes de estrellarse contra la acera. Lo raro fue que no se oyó el menor ruido. La lata brincó como un globo, muy lentamente, dos o tres veces, hasta que rodó debajo de un automóvil estacionado junto a la casa.

Vagamente extasiado, Santiago sintió que se relajaba y se tornaba liviano, como si se hubiera despojado de una enorme carga. Unos instantes después miró hacia abajo y descubrió que se había elevado unos treinta centímetros por encima del muro. Pensó que se trataba de un espejismo y estiró la mano derecha y la pasó por debajo de su muslo para corroborar que era un efecto óptico. Sin embargo, se encontró con el vacío.

¿Qué estaba sucediendo? Probó ahora con ambas manos y las deslizó bajo sus piernas y constató que se había despegado de donde se hallaba sentado. Era increíble, pero no había duda posible: se encontraba suspendido en el aire. ¿Acaso se había vuelto ingrávido como un cosmonauta en el espacio? Trató de incorporarse y, en lugar de posarse en el muro, fue impulsado un metro hacia arriba. ¡Flotaba! Luego se animó a mover el pie y su cuerpo se desplazó sin dificultad hacia delante. Dio otro paso y se alejó un poco más de la azotea. Lo curioso era que no sentía miedo al vacío sino simple desconcierto. Un par de pasos más en el aire y de pronto estuvo en la mitad de la calle. No es tan difícil, pensó. Giró la cabeza hacia la derecha y su cuerpo repitió el movimiento como si hubiera accionado un comando. Hizo otros tanteos y advirtió que si elevaba las manos salía proyectado hacia arriba y en caso contrario descendía.

No le costó mucho descubrir que podía flotar con más comodidad si se colocaba en posición horizontal. Y comprendió que la velocidad se hallaba en función de la mayor o menor energía con que movía su cabeza y extremidades. Continuó ejercitándose hasta que decidió que estaba listo para ejecutar un pequeño vuelo. Nada muy arriesgado. Se limitaría a planear alrededor de la casa.

Emprendió un lento vuelo de reconocimiento a ras de la azotea, como el aprendiz e natación que no se separa del borde de la piscina, y dio una vuelta sin ningún contratiempo. Entonces se le ocurrió descender por la fachada, a la altura de la segunda planta, y se aproximó a las ventanas del cuarto de Roberto, que dormía boca arriba y seguía roncando. ¿Por qué no entrar?, pensó. La casa era una de esas edificaciones antiguas, de techos altos y habitaciones amplias. No era difícil maniobrar dentro de ella. Se dirigió con sigilo por la ventana abierta, agitando las manos y los brazos con movimientos similares a los de un buzo. Primero planeó alrededor de la cama y luego bajó hasta medio metro del suelo y llegó a la cabecera. No pudo reprimir las ganas de hacerle una caricia al durmiente y le rozó los cabellos. Roberto se hallaba en la adolescencia y sus relaciones con él no eran las mejores. El muchacho había sido testigo de algunos de sus excesos, lo que había estrechado la complicidad con su madre. Santiago abandonó la habitación y enfiló por el pasillo, donde casi tropezó con una lámpara sin encender que pendía del techo. Quería dar una vuelta por el cuarto de su mujer. ¿Qué sucedería si se despertaba? ¿Pegaría un alarido? ¿O intentaría derribarlo de un manotazo como si fuera un moscardón nocturno? Santiago sonrió. Sabía que su mujer pensaba que era un poco raro, aunque no tanto como creía la gente. Pero, si lo descubría en pleno vuelo, tal vez saliera corriendo despavorida a la calle.

Descendió hasta quedar suspendido sobre ella, tan cerca que sentía su exhalación. Si la despertaba, pensó de repente, podría darse cuenta de que no era un hombre cualquiera. ¿Le convenía hacerlo? Con toda seguridad, se asustaría y no entendería nada. Además, lo asaltaba una duda. ¿Le estaría permitido compartir su don con los demás? ¿O cesaría el encanto y se estrellaría contra contra el suelo? No obstante, ¿de qué servía poder volar si nadie iba a apreciarlo? Era frustrante.

Santiago llegó a la conclusión de que necesitaba una prueba, algo que pudiera dar fe de su vuelo. Se acordó de que hacía unos días el viento había arrojado la cometa de Roberto contra los cables del alumbrado, donde había quedado atrapada. Era una cometa hermosa y su hijo había lamentado mucho su pérdida. Él mismo la había diseñado y armarla había resultado un trabajo bastante laborioso. Santiago había visto, desde la ventana de su estudio, los vanos intentos que el muchacho y sus amigos habían hecho para recuperarla.

Sí, era una buena idea. Roberto se alegraría al saber que su padre también podía alejarse un rato de sus papeles y dejar de fastidiar con sus preocupaciones sobre el bloqueo de su imaginación para acometer con éxito algo tan práctico y corriente como rescatar una cometa atascada. Santiago se impulsó fuera de la habitación y se elevó hacia el tendido eléctrico y sobrevoló en torno a la cometa, estudiando cómo liberarla. Tal como había sospechado, los sucesivos golpes de viento habían enredado aún más la cola. Sabía que mientras no hiciera contacto con la tierra no correría mayor riesgo., pero tenía que ser cuidadoso. Resolvió tomarse un respiro antes de proceder, de modo que voló de vuelta a la azotea y dejó que sus pies se posaran sobre el muro.

Santiago se sentía pleno, dueño de una íntima certidumbre que siempre le había sido ajena. Desde arriba, todo parecía distinto. Los mil ojos de la noche, menudos y brillantes como salamandras, hervían alrededor de él. Contempló el cielo casto y limpio y por primera vez creyó entender el mundo, esa vida que se agazapaba bajo la oscuridad, todos esos gritos sofocados, todas esas miradas crispadas, todos esos deseos que acuciaban a los hombres. Él velaba el suelo de la ciudad y la noche se abría como un altar y le tendía una mano gigantesca para recogerlo y hacerlo surcar los aires.

Un reflejo instintivo hizo que se volviera y entrevió una figura camuflada por la penumbra, a pocos metros del muro. Se ajustó los anteojos y reconoció a su mujer. Vestía una bata blanca y lo escrutaba con una expresión rara. Santiago sintió un zumbido en el oído y pensó que era una suerte de alarma. Sí, todo podía arruinarse. Alzó una mano, indicándole que retrocediera.

— La cometa — dijo.

— ¿Qué dices?

— Vete — murmuró él, elevando ahora la otra mano.

— ¿Qué haces ahí parado, Santi? — preguntó ella, con mucha suavidad.

— Vete, vete — repitió él, aunque sus palabras le sonaron débiles, lejanas.

Una garra le estrujó el estómago y la boca se torció en una mueca de dolor.

— ¿Qué pasa? ¿Te sientes mal? — dijo ella, dando un paso adelante.

Santiago quiso decir algo, pero no consiguió despegar sus labios. Sus ojos se humedecieron sin que pudiera controlarlo. Sentía una fuerte presión en la nuca, un lastre que doblegaba su cuello y sus hombros y oprimía su espalda. Su cuerpo volvía a ser lento y pesado, y se le hacía difícil respirar. Empezó a distinguir los ruidos de la calle, y cuando el súbito rugido de las turbinas de un jet atravesó la noche, cerró los ojos y se tapó los oídos. Al hacerlo onduló hacia atrás y tambaleó peligrosamente sobre el pretil.

— ¡Santiago! — gritó su mujer, pero él ya había recuperado su equilibrio.

— ¿Qué pasa, mamá? — oyó la voz de Roberto.

Santiago miró a su hijo. Tenía el pelo alborotado y solo llevaba la parte inferior del pijama.

— ¿Qué está haciendo papá? ¿Otra vez está borracho?

— Cállate, Roberto — dijo ella con firmeza, aunque sin alzar la voz—. Y no te muevas — agregó.

Luego se dirigió a su esposo y le habló con un tono suplicante:

— ¿Por qué no bajas? Está empezando a refrescar…

Santiago apretó los dientes con fuerza. Una lágrima se escurría por su mejilla derecha. Todo estaba perdido.

— Baja, por favor — insistió ella, con una voz a punto de quebrarse —. Hazlo por mí. Baja de ahí y vamos a acostarnos.

Él negó con la cabeza varias veces, sin decir nada. Después hundió el mentón en el pecho.

Ella estiró una mano y comenzó a avanzar hacia él, muy lentamente, como si anduviese con los pies desnudos sobre un suelo regado de vidrios rotos.

Santiago permanecía inmóvil, mirando hacia abajo, con los brazos caídos. Al llegar hacia él y agarrarle la mano, ella tuvo la sensación de que apresaba un pez inerte y helado. Luego giró hacia su hijo y le dijo:

— ¿Puedes acercarte ahora, Roberto?

El muchacho asintió. Estaba un poco alelado, como si aún no acabara de emerger del sueño. Tomó a su padre de la mano y, entre ambos, lo hicieron bajar del muro. Santiago no opuso resistencia.

— La cometa — murmuró entre dientes.

— ¿Qué dice? — le preguntó Roberto a su madre, quien se limitó a sacudir la cabeza.

— La cometa — repitió el hombre, mientras su hijo lo sujetaba de la cintura y hacía que tendiera el brazo alrededor de su cuello.

En ese momento, Roberto recordó las innumerables veces que había tenido que salir de la cama en mitad de la noche. Su padre solía quedarse dormido en el sillón del estudio, con la cabeza inclinada frente a la pantalla en blanco de la computadora y el vaso aún en la mano. Entonces, entre sueños, el muchacho ayudaba a su madre a levantarlo y juntos lo llevaban a rastras hasta su habitación.


sábado, 9 de febrero de 2008

Extracto de una novela corta



PACO YUNQUE VISITA AL SEÑOR VALLEJO

Por: Luis Freire Sarria

(Extracto de la novela “César Vallejo se aburrió de seguir muerto en París”)

Cuando el peso del sol sobre sus párpados le abrió los ojos, Vallejo encontró en medio del jardín a un niño con un libro y un cuaderno en la mano que le clavaba la mirada con enorme curiosidad sobre un mar de lágrimas congeladas en sus mejillas. Se enderezó sobre la silla de paja en la que había estado durmiendo, recogió su narrativa completa caída lomo arriba sobre el pasto y se acomodó la ropa.

— ¡Hola! — le sonrió, pensando que se trataba de algún sobrinito o amiguito de Constanza.

— Buenos días, señor Vallejo — respondió el niño con un susurro.

— Ah, me conoces. ¿Cómo te llamas?

— Paco Yunque, señor.

Vallejo pegó un salto en la silla, vio la expresión la expresión tímida y sonrojada, la ropa pobre pero limpia, el libro, el cuaderno, el lápiz y las lágrimas gachas y avergonzadas que había imaginado en 1,931. Paco Yunque no estaba llorando, pero su factura literaria le impedía sacudirse de la última línea del cuento que venía protagonizando desde aquella vez que Vallejo lo escribiera en Madrid, porque paco Yunque acababa de saltar de su cuento al jardín de Constanza, había aparecido de pronto, carne en un instante, en el preciso momento en que Vallejo se dormía después de haber releído “Paco Yunque” en la edición de su narrativa completa publicada por PETROPERU. Maxi, el husky siberiano de Constanza llegó trotando desde el otro extremo del jardín y olfateó a Paco Yunque hasta las rodillas, le dio una vuelta a su alrededor y se le sentó delante, mirándolo fijamente con una muñeca en el hocico. Yunque se apartó unos pasos del perro, lobo feroz, lobo feroz.

— Es manso, mira — lo tranquilizó Vallejo. Acarició al animal, le sacó la muñeca y la lanzó con tan mala puntería, que fue a caer en medio de las plantas medicinales.

— ¡Ahí no, Maxi! — gritó, corriendo hacia la huerta, pero el perro ya había metido las patazas entre los surcos y volvía con la muñeca y flores de manzanilla entre los pelos. Estuvo saltando alrededor de Vallejo, juega conmigo, juega conmigo, pero como no le hacían caso, se tendió a mordisquear su juguete. Vallejo llevó cariñosamente a Paco del hombro hacia una mesa de metal con sombrilla, sobre la que había una fuente con frutas, cogió una granadilla, la abrió, sacó la pulpa con una cuchara y se la ofreció. Paco tomó la cuchara más porque se la daban que por ganas de comerla.

— ¿Dices que eres Paco Yunque? — le preguntó Vallejo, sin forzarlo a comer.

— Sí, señor Vallejo, usted me escribió.

— Yo te creo, Paquito.

— Vi que usted me estaba leyendo en su jardín y me escapé de la clase para hablarle, señor Vallejo.

— ¿Así? ¿Y qué querías decirme?

— Me van a dejar recluso y yo no voy a ir a mi casa porque no entregué mi ejercicio sobre los peces, pero yo sí lo hice, usted sabe que lo hice porque me escribió, dígale al profesor, por favor, dígale que sí lo hice.

Vallejo acarició la cabeza de Paco, su mano estaba tan cargada de amor, que el niño se sintió inmensamente querido y confió más que nunca en su autor.

— ¿Tú sabes lo que pasó con la hoja de tu cuaderno?

— No sé, señor Vallejo, la busqué y ya no estaba.

— Humberto Grieve la arrancó y se la presentó al profesor como si fuera suya — le reveló Vallejo.

Paco Yunque enrojeció de cólera, luego agachó la cabeza, alarmado por el miedo a denunciar a quien era el hijo de su patrón, un mechón de su pelo resbaló por su frente y se bañó en la pulpa de la granadilla que seguía intacta en su cuchara.

— Acúsalo al profesor, yo te respaldo — lo animó Vallejo.

— Pero el niño Humberto Grieve es grande y abusivo, me va a pegar — tartamudeó Yunque.

— Entonces, díselo a Paco Fariña, dile que le diga al profesor que él lo vio arrancar la hoja de tu cuaderno, tus compañeros te van a apoyar, te lo digo yo, que los escribí a todos.

Paco Yunque se llevó la cuchara a la boca y se tragó la granadilla en silencio. Estaba gozando.

— Gracias, señor Vallejo. ¿Ahora me puedo ir?

— Vuelve a tu clase, te doy permiso.

Paco Yunque corrió por el jardín hacia la puerta de la casa. Mientras se la abrían, la trama de Paco Yunque cambiaba en todas las ediciones, en todas las antologías, en todos los ejemplares, inclusive en los textos escolares y en todas las traducciones del cuento.

Un cuento finalista de los premios "Copé 2006"

LA CAVERNA

Por: Jorge Emilio Harten Rodríguez-Larraín



Durante años pasamos tardes enteras frente a pantallas luminosas con juegos de ruleta o de póquer, sordos a los timbres y a las cascadas de monedas en las máquinas de algún que otro jugador afortunado, ebrios de luces de neón que velaban las tardes que crecían ajenas a nosotros, del otro lado de la puerta de acero que abrían y cerraban dos gorilas en uniforme. Durante años no hicimos otra cosa que jugarnos hasta el último centavo que llevábamos en el fondo de los bolsillos, como si supiéramos desde el vamos que tarde o temprano regresaríamos a casa a pie, acaso esperando un golpe de buena suerte, o robarle una mirada a Giselle, entre pícara y soñadora, la jugada maestra que determinaba que toda una jornadas ahí valiera la pena. Giselle movía generosamente el culo convidando a una fiesta de bebidas de todos los colores, Bastaba para que la llamáramos por su nombre o un simple gesto para que desviase su ruta por atendernos.

— Qué se les ofrece chicos. Y Javier: una noche contigo mamacita. Y Manolo:

— Tres Coca-Colas con hielo. Y yo: si fuera más joven, si me viera como antes…

Aquel lugar no distinguía precisamente por su buena atención. A años luz de los casinos con clase, las azafatas y los crupieres ni una mirada si no teníamos a bien empachar las tragamonedas ni levantábamos torres de fichas sobre los paños verdes de las mesas. De pasar por ello esa forma de ninguneo, contábamos con perder la paciencia esperando por una orden retrasada de cafés, beber gaseosa sin gas o gaseosa mezclada con agua, y si ocurría que con la suerte de lado se hacía cola frente a caja con un puñado de fichas por cobrar, la cajera fruncía el ceño, los labios, y se desprendía de los billetes de a dólar como si uno fuera un mendigo con la mano mugrosa extendida. Como una excepción que se permitía con nosotros, Giselle premiaba fidelidad con blindados de jamón y queso (Manolo prefería las hilachas de pollo), Coca-Colas chispeantes, sin una gota de agua, a no ser por los cubos de hielo disolviéndose en la superficie de las bebidas. No contenta con ello, nos entregaba cupones para los sorteos en cantidades que excedían en proporción a nuestras modestas inversiones en el juego. Tras llenar los espacios en blanco con los datos de cada quien, depositábamos en el ánfora de acrílico transparente haciendo eco de la voz apurando a participar en el sorteo de turno. Y el anfitrión de la tarde, un payaso que no hacía reír a nadie, luego de manotear los cupones y dar vueltas al ánfora, corría una portezuela y extraía papelitos con sus respectivos nombres. Nunca Javier. Nunca Manolo. Nunca yo.

Una tarde de cielo blanco, tras sortear a los gorilas de la puerta e ingresar en el casino, estuvimos tropezando a cada paso con afiches que prometían el paraíso. Un horizonte de mar turquesa, arena blanca, palmeras y hoteles cinco estrellas. El establecimiento hacía alarde de regalar, cada semana, dos boletos de avión a Bahamas y cuatro días y sus noches en el hotel Paradise Island. No hubo tarde que estuviéramos ausentes a la hora del sorteo de dicho premio, ni tarde que Giselle no inquietara nuestras manos con cupones en blanco cuya estampa de arena blanca, mar cristalino y palmeras, tremendas palmeras, no conocía otros límites que los de nuestra imaginación. Y Javier:

— Si me saco estos pasajes, te llevo conmigo. Y Giselle:

— ¡Ja,ja,ja! Y Manolo:

—Podría ser tu hija, Javier. Y yo:

— Déjalo, Manolo, déjalo.

Ninguno de los tres conocía Bahamas. Ninguno había puesto n pie en ningún lugar que se pareciera en algo a una isla tropical. Y Bahamas era Bahamas y no era Bahamas. Cegados por el brillo de las luces multicolores nadie parecía notarlo, y en el local no cabía un alma a la hora de los sorteos semanales. Gente que, pese a la falta de dinero que apostar delatada en las caras, esperaba con boleto en mano que los llamaran por su nombre. Nunca Javier. Nunca Manolo. Nunca yo. Giselle se encogía de hombros a la distancia, como diciendo no importa chicos, la próxima vez será. Y al rato, Manolo anotaba el nuevo eslabón en la cadena de números que iba estirando la ruleta, mientras Javier me confiaba sus planes para cuando pisara la isla caribeña con Giselle a su lado. Estaba previsto que compartieran una habitación en el Paradise Island, y aun cuando él reconocía en ello una circunstancia favorable motivada por la propia dotación del premio, no querría jugar sus cartas sino hasta que se le pintara la ocasión propicia. Dejaría que las cosas sigan su curso natural y, de un momento a otro, cuando menos se lo esperara, en la comunión de una buena botella de tinto, la música de la mar de fondo y el sensual baile de las palmeras afuera, Giselle y él harían el amor hasta que el sol los descubra y bañe sus cuerpos brillantes de sudor.

Y Manolo:

— Podría ser tu hija, Javier. Y yo:

— Déjalo, Manolo, déjalo. Y la ruleta:

— Negro el trece, hagan sus apuestas.

Era costumbre juntarnos en casa de Javier antes de ir al Casino. Recuerdo aquel jueves, con Manolo al encuentro de Javier, que un carro reventó un charco de agua en contra de nosotros y al llegar a su casa pedimos un baño a la gorda que hacía la limpieza. Ahorrándose las palabras para negarnos el baño, la gorda se limitó a responder que su patrón no estaba. Pensamos que se nos había adelantado al casino y ya nos esperaba en la ruleta. No fue así.

Al día siguiente, la gorda dijo a regañadientes que Javier había sido internado de emergencia en el Hospital del Empleado y que ahora debía de estar pasando por una operación. Luego sabríamos que ese jueves de lluvia, por la mañana, un resbalón al dejar la ducha le había costado una fractura de cadera. Fuimos inmediatamente para el Hospital. En recepción nos indicaron cómo llegar a la sala de operaciones y la identidad del doctor a cargo de la intervención quirúrgica, un tal Rendón. El ascensor nos dejó en el tercer piso y en los pasillos preguntamos a una, dos, tres enfermeras por el susodicho. Una de ellas habló de un señor alto, con anteojos, joven, unos cuarenta años, el pelo negro y la nariz afilada. Otra nos señaló una puerta batiente blanca sobre la cual se leía: “Sala de Operaciones”. Pasaban los minutos y nada. Ni bien empujó la dichosa puerta un sujeto con batín blanco que cuadraba con la descripción física que hizo la enfermera. Manolo y yo lo abordamos.

— ¿Ustedes son familiares?

— Más que eso — contesté —, somos sus amigos: los hijos viven fuera.

Luego el doctor dijo rápidamente cosas como: riesgo quirúrgico, arterias desgastadas, hemorragia interna, operaciones, transfusión, baja hemoglobina. De modo que luego de armar el rompecabezas teníamos a la vista un paisaje gris. Javier soportaba una segunda e imprevista operación. En efecto, tras haberle colocado la cadera en su sitio, tuvieron que abrirlo nuevamente ante indicios de hemorragia interna, y ahora los médicos luchaban en el quirófano por detectar y obstruir la fuga de sangre. Javier, pues, se jugaba la vida.

Cuando yo no aguantaba más en la sala de espera, me ponía de pie y caminaba por el pasillo, ida y vuelta (como solía apartarme al apostar fuerte en la ruleta hasta que botara un maldito número), pero procurando no perder de vista la puerta blanca. Por su parte, Manolo bajaba a fumar a la calle y volvía siempre con cierta inquietud en la mirada que yo nunca logré borrar. Permanecimos los dos hasta verlo pasar en camilla de ruedas a Cuidados Intensivos, aún dormido por el efecto de la anestesia en su cuerpo. Rendón nos explicó que sus signos viables eran estables y, si respondía del todo bien su organismo, el día de mañana pasaría a la habitación.

Desde entonces, Manolo me recogía cada mañana en un taxi que enseguida nos llevaba al Hospital. En la sala de espera, aguardando mezquinas noticias sobre la evolución de Javier, me distraía con alguna revista o resolviendo crucigramas sobre la mesa de centro. Manolo prefería despejarse entre los cigarros en la calle y rondas a lo largo de los sombríos pasillos.

Pronto supimos que Javier pasaría más tiempo del previsto en Cuidados Intensivos; su recuperación era lenta, el doctor Rendón y otros colegas temían secuelas de las operaciones. No obstante, nos permitían verlo, por separado. Adentro debía cubrir mi ropa con un batín blanco y pasar por un lavatorio empotrado en una pared, en el cual había que frotarse las manos con jabón líquido que se bombeaba por medio de un pedal. Como era de esperarse, encontré a Javier bastante pálido; había perdido peso, y hablaba con un hilo de voz, pese a mi insistencia de que guardara silencio pues recuperaba energías. Finalmente calló, menos dispuesto a seguir la prescripción médica que rendido ante la imposibilidad de comunicarse conmigo. Buscó mi mano en la orilla de la cama. Yo lo tomé de la suya, tan fría, tan débil. Me costó contenerme verlo postrado así, entre aparatos extraños, cables que le llovían sobre el pecho y los hombros, balones de oxígeno y tubos penetrándolo por las fosas nasales, botellas de suero insertadas en los brazos, batines blancos y batines verdes desfilando por la sala. Recuerdo que, inclinado sobre su cuerpo, mi oreja contra su boca, finalmente pude escucharlo en parte al cabo de su tercer día en Cuidados Intensivos.

— A veces creo… el casino, no puedo dormir.

Y es que los tubos fluorescentes del techo permanecían encendidos toda la noche, era continuo el tráfico de doctores, de enfermeras, y entre biombos no faltaban los pacientes — la mayoría viejos como él — que se quejaban de dolor. La suma de todos esos factores, pensé, le había alterado el sueño.

A su vez, Manolo me comentó haber cazado al vuelo algo sobre un avión y los números once y veintiséis, probablemente rezagos de la duermevela en que se debatió Javier en sus primeras horas en Cuidados Intensivos. También le había preguntado por Giselle. Lo cierto es que no habíamos vuelto por el casino desde que lo operaron Por el gesto de reproche que, según Manolo, hizo Javier cuando se lo dijo, supimos que él quería seguir jugando, como si nada.

Días después volvimos, manolo y yo, tras dejar el Hospital por la tarde. Nada tenía por qué cambiar, pensé; no le faltaba razón a Javier. Para confirmarlo ahí estaban los gorilas uniformados de saco y corbata, el hipnotismo de las luces multicolores, cientos de máquinas vomitando monedas, hombres con o sin dinero, con o sin buena atención, la tormenta de arena blanca, el turquesa inundando el lugar, palmeras, tantas de ellas sacudiéndose al viento, Bahamas que era Bahamas y no era Bahamas, y las ruletas.

— Cero.

— No va más.

Cambiamos algo de dinero y nos ubicamos en una mesa donde un par de taburetes quedaron libres. Se nos acercó una muchacha que no era Giselle, aunque guapa como ella, el escote profundo, el pelo castaño salpicado de mechones rubios rozaba sus hombros huesudos. Manolo tomó de la surtida bandeja una Coca-Cola y dos cigarrillos. Yo pedí un café. Empuñando el manubrio, Manolo dirigió el cursor a la primera serie del tablero, recorrió del uno al doce presionando el botón de las apuestas hasta que la pantalla marcara cien puntos (Manolo siempre hacía apuestas redondas). La ruleta empezó a girar y ganaba velocidad cada vuelta, la bolita blanca saltaba caprichosamente de casillero en casillero hasta que se depositó en el siete. Bien, carajo, masculló Manolo, viendo cómo su haber se triplicaba en cuestión de segundos. Me dolió en el alma no haberle seguido la mano. Otra vez a mi lado, la muchacha me entregó la taza de café.

— ¿Y esto? — pregunté, tomándola del brazo con calculada.

— Ahorita no puedo hablar — se disculpó.

Solté el brazo y desplegué la hoja de papel. Era un mensaje escrito con puño y letra: “Chicos, por ahora ya no me verán por ahí, parece que el gerente se enteró de lo nuestro y no le gustó nadita, ¡ja,ja,ja! Si algún día se ganan ese viaje no dejen de contarme, les dejo mi teléfono: 98377399. Mucha suerte y besos. Giselle.”

Manolo y yo decidimos no mostrarle a Javier esa breve carta de despedida ni decirle nada al respecto, sobre todo al constatar personalmente que había sufrido una recaída, respiraba con mayor dificultad y su voz llegaba como un rumor de olas entre los pliegues de una caracola.

— Te ves bien, Javier — le dije.

Él negó con la cabeza.

Eugenia, la enfermera bajita que lo atendía por las mañanas, dispuso un ejercicio para sus pulmones que precisaba de un tubo conectado a un envase de plástico transparente que contenía una bolita blanca. Si él lograba elevar la bolita cinco o seis veces, era una buena señal. Solo lo consiguió al primer intento, a pesar del aliento de Eugenia.

— Parece que nunca tenemos suerte con la bolita blanca — le dije.

Javier sonrió; era la segunda vez reía conmigo desde su llegada al hospital. Como además se gastaba con esfuerzos inútiles por hablar, la enfermera fue por una tablilla, papel y lápiz, gracias a los cuales pudo expresarse, aunque pausadamente. No pude comprenderlo entonces. La caligrafía era, en el mejor de los casos, ilegible. Pero antes de que Eugenia regresara al borde de la cama con los útiles de escritorio, Javier hizo otro esfuerzo aprovechando nuestra repentina intimidad para hablarme:

— ¿Has venido en auto?

— Le dije que sí. Manolo y yo habíamos llegado al Hospital en taxi, como siempre.

— Entonces sácame de aquí — dijo —. No puedo dormir.

Por la tarde, Manolo y yo volvimos al Hospital decididos a hablar con Rendón. A raíz de haberle comentado aquel breve diálogo que tuve con Javier, manolo juzgó que nuestro amigo debía pasar a su habitación asistido por una enfermera permanente; Eugenia, por ejemplo. Sabíamos por su secretaria que Rendón tenía programada una operación a las cuatro, y que luego asistiría a un congreso de su especialidad. Pero no lo encontramos en el consultorio ni en las cercanías de la sala de operaciones. Lo dejamos para después.

Esa noche, saliendo del Hospital, pasamos por el Tip Top de Lince. Había poca gente en el local y nos atendieron rápido, cosa que alegró especialmente a Manolo, que debía estar de regreso antes de las diez. Más tarde, ya en casa, al vaciar los bolsillos del pantalón me topé con el mensaje de Javier. Manolo tampoco había conseguido descifrarlo mientras esperábamos nuestra orden de hamburguesas en la barra. Sentado frente al aparador que hace las veces de escritorio, encendí la lámpara y los anteojos se deslizaron cuesta arriba por mi nariz. No exageraba Manolo: aquello era como enfrentarse a un jeroglífico. Sin embargo, de pronto las palabras fueron cobrando sentido en el papel, cada vez más nítidas a mis ojos. Ya estaba claro. Javier me había dicho, me decía:

— Casi muero sin haber ido a Bahamas.

Aún guardo ese papel conmigo, así como algunas prendas u objetos que te pertenecieron, la bufanda de lana gris que olvidaste en mi casa, la medalla de plata con una fecha en el reverso y el reloj de pulsera que llevabas puesto al ingresar en el Hospital. Está claro que las cosas tienen un valor intrínseco, más allá de lo material. Aquel manuscrito, como me gusta llamarlo, en manos extrañas significaría poco o nada. A pedazos o estrujado, iría a para a un tacho para seguir el itinerario de la basura. En mis manos es testimonio fiel de tus deseos de vivir que finalmente no fueron atendidos, si es que alguien atiende esa clase de reclamos. El día de tu muerte, Javier, Manolo y yo lo pasamos a lo grande en el casino. Hubieras visto, la ruleta perdió la cabeza y el treinta y cinco salió cuatro veces consecutivas y las cuatro le jugamos. Manolo y yo. Hicimos tanta plata que pudimos haber vuelto a casa en limusina, pero preferimos hacerlo a pie, como siempre que el casino nos dejaba con los bolsillos vacíos. Qué noche fría, Javier; el aliento se nos iba como puñados de ceniza esparcidos al viento. No teníamos prisa, ignoramos las veredas y caminamos por el medio de las calles, desafiando los pocos carros que circulaban a esa hora, rechazamos taxis, cantamos como locos, una vez más contamos los fajos de billetes…. Noté que en poco tiempo iba a amanecer y de pronto yo estaba otra vez en el Hospital, la tarde en que tus ojos buscaron algo de luz natural y me dijiste qué hora es, y yo consulté el reloj y luego la ventana, el cielo tiñéndose de púrpura y toda esa gente que caminaba por la calle, con una especie de urgencia según sus sombras iban creciendo a cada paso. Pero no fue sino esa madrugada, Javier, que me asaltó la idea de que el tiempo siempre fue extraño a nosotros, como si tuviera una medida distinta de la que observa el resto de los mortales.

En fin, ahora que lo pienso, con el dinero que gané esa noche tal vez pueda comprar unos pasajes para Bahamas, pagar una habitación en el Paradise Island, sí; entonces cogeré el teléfono, por ti, por mí, por nosotros, y preguntaré por ella, por Giselle. Debo de tener esa carta por alguna parte.